viernes, 30 de marzo de 2012

Hace 10 años

Ayer jugó Raúl un partido emocionante que nos llevó al pasado. Como homenaje, saqué de la videoteca un partido al azar de su época dorada y me dispuse a escribir sobre él. Real Madrid, Bayern, Copa de Europa, Raúl, Fútbol. Con él no había trucos, sólo efectos sublimes, diría Giraudoux.

Llueve. El rumor bullicioso del Bernabéu colma el ambiente, es noche de Copa de Europa y se siente en las voces, en los silencios, en los ruidos, en las pieles. Se siente en el césped, en las líneas de cal y en las porterías. Es noche de Copa de Europa y el Madrid está perdiendo la eliminatoria. Son los minutos previos a una noche épica, una más en ese panteón de héroes.

Balón estrellado en movimiento, y el murmullo aumenta. Todos hablan, nerviosos, y de fondo, los ultras se hacen escuchar con un ¡Hala Madrid! Que otros pocos acompañan. El rival es el Bayern Munich, una jauría bárbara que corre, pega, grita y pelea sin descanso. Cierro los ojos un momento y entonces soy Zidane, soy Figo, soy Hierro y soy Solari. Oteo el horizonte y no veo nada más que rojo sangre por todos lados. Tengo miedo. Son sólo once, pero parecen el doble, mimetizados en ese cardumen carmesí. De repente, un fulgor blanco aparece en mi retina y sé que es él. El temor se ha ido y le lanzo convencido la pelota, el cardumen carmesí es ahora un rebaño asustado ante la presencia de un depredador y se dispersa dejando entrever el blanco. Jugamos.

Cierro los ojos nuevamente y ahora soy Kovač, soy Linke, soy Kuffour, soy Lizarazu. Vista concentrada en el balón mientras de reojo lo miro, está a mi lado. Ellos tienen el balón, pero dudan… Tienen miedo. Vamos ganando y no encuentran espacios entre tanto rojo. Pestañeo, de reojo vuelvo a buscarlo y ya no está. Se ha ido y no lo encuentro, giro la cabeza frenéticamente y ya lo veo, pero está muy lejos y no lo alcanzo. Ya el balón está muy cerca, tengo miedo y sé que el resto también. Es sólo uno, pero parece siete, moviéndose sin parar de un lado a otro, recibiendo siempre la pelota. Juega.

Abro los ojos y veo la escena repetirse infinitamente. El Madrid no encuentra espacios, no transita hasta que aparece Raúl, centelleante, y señala el camino. No se detiene nunca porque el fútbol mismo no lo hace. Está aquí y está allá, en la izquierda y en la derecha, arriba o abajo. Se mueve y ya el Madrid encontró espacios; Recibe, descarga y ya el Madrid transitó. La jauría gira en su busca, desorganizada y en pánico pues el gol aguarda como león cazando.


No es uno de sus grandes partidos, sino un encuentro rutinario de aquellos días en los que miraba a los ojos a cualquiera; Sin embargo, es el héroe magno de su equipo, y la pesadilla de no acabar para el rival. En el campo están tipos como Zidane, Roberto Carlos, Hierro o Figo, y ninguno está pesando tanto como lo está haciendo él. El fútbol se rinde a su homólogo, pues Raúl fluye en el juego como sangre en las venas.

La arena del reloj cae y no puedo evitar emocionarme. El Madrid tiene la pelota, pero sólo llega al balcón del área cuando encuentra a Raúl, que se mueve, juega, como un relámpago por todo el frente de ataque, activando espacios con cada desmarque y cada acción. El siete domina el encuentro y apabulla al Bayern que no logra anticiparle nunca… ¡y cómo podrían si ese fútbol responde a una sensibilidad irracional hacia el juego mismo que ninguno de ellos tenía!

Aferrados a él, el Madrid, en un monólogo sin interrupciones, consiguió finalmente el gol del éxtasis en el minuto 70 ante la impotencia bávara, que ya peleaba más que jugaba, y corría sin fe ante los movimientos de pluma de el jugador más decisivo del torneo. El partido terminaría 2-0, con asistencia de Raúl para el gol de Guti sobre el epílogo del segundo tiempo.

Fue una lección de fútbol, preludio de una más grande en la final, como la que daría 10 años después vestido de azul y blanco. 

jueves, 8 de marzo de 2012

Hipnotismo mágico o un amor con sabor a fútbol

Artículo que será publicado como parte de la 'Guía Libertadores 2012' de la web masliga.com


Dos clubes y casi cinco años después de su debut en el glorioso fútbol colombiano de la década de los 80’s, debutó para el equipo nacional como parte del último intento de Gabriel Ochoa Uribe para obtener el pase al Mundial de México 86’. Tenía veinticuatro años y era un ignoto para el universo futbolístico, más allá de su exitoso 1985 con el Deportivo Cali, en el que formó una sociedad que marcaría una época en el fútbol patrio al lado de Bernardo Redín. Sólo era el comienzo de la historia de amor entre la pelota y Carlos Valderrama, ‘El Pibe’.

Los dos años siguientes fueron los de la consagración internacional. Jugó sus dos primeras Copa Libertadores, las cuáles hoy debe mirar de reojo, quizá con recelo y frustración. Eliminado ambas veces por el América de Cali, subcampeón sempiterno del torneo,  Valderrama no logró asomar su talento en las fases finales hasta dentro varios años más. Su revancha tendría lugar en suelo argentino, la Copa América de ese año fue su trampolín al estrellato.

Cuatro exhibiciones de su talento multi-dimensional bastaron para que el futbolista que no parecía futbolista, con sus desaliñados rizos de oro, su carismático bigote, medias caídas y camiseta por fuera, fuese coronado unánimemente como Rey de América, en época de Maradona y Francescoli.

Bolivia, Paraguay, Chile y Argentina fueron testigos de la lentitud más veloz del universo. Tras su partido ante los entonces campeones del mundo, la prensa argentina se desató en elogios hacia el ‘10’ rubio: En el Monumental había magia. Fútbol pintado de casaca amarilla y densa melena rubia. Flaquito, medias caídas, algo chueco, brazos sueltos, pinta extraña, brillante con la pelota en los pies, espléndida su muestra futbolística. Carlos Valderrama, sabe lo que debe saber un número 10 y escribe la historia de un primer tiempo lleno de toques, tacos, gambetas y pelotazos, con toda la precisión”.

Y se quedaron cortos.

El fútbol de Valderrama fue tan hipnótico como brillante. Único e indescifrable, con su andar lento, desacelerado, pero de velocidad relampagueante. Valderrama con pelota era perfecto. Y entiéndase la afirmación. El desplazamiento en conducción del ‘samario’ era, en el mejor de los casos, poco veloz y determinante. Eso reducía su fútbol a uno mucho más homogéneo que el de otros ilustres enganches de escuela sudamericana, como Bochini, primero, o Riquelme inmediatamente después, sin contar a su contemporáneo Diego Armando Maradona. Con esas limitaciones físicas de base, todo lo que hacía ‘El Pibe’ era necesario y con sentido, e incluso devastador para el contrario.

El balón llegaba a él, y todo el escenario se disponía a cambiar. La capacidad asociativa de Valderrama respondió a la más pura élite histórica de este deporte, tanto por su calidad técnica y dominio del golpeo, con registros, distancias aparte, maradonianos, como por su mente maravillosa capaz de encontrar a sus compañeros a lo largo y ancho del terreno de juego. Es posible que durante muchos años, Maradona aparte, la maestría de Valderrama como cerebro y para encontrar espacios y huecos en las defensas rivales sólo encontrase rival en muy pocos jugadores, y no hubiese sido una locura decir que era el mejor en el arte.



Valderrama sobre el campo era líder futbolístico y emocional. Juntaba a sus compañeros entorno a él, emperador mundial de la pared como recurso para avanzar jugando. Cabeza fría y pies de hielo en los momentos en que el corazón tiende acelerarse y perder claridad, corazón guerrero para correr y ayudar en labores defensivas. El fútbol del ‘10’ desbordaba al rival, que nunca podían seguir su ritmo, sus pulsaciones ni sus decisiones. Recibía el balón y él, amo del tiempo, el engaño y la pausa, espera, giraba, pisaba la pelota y, como bailarín profesional, amagaba una y otra vez, pasaba su derecha alrededor del esférico, hasta que finalmente, casi de forma caprichosa, ya había reunido rivales suficientes cerca de él, para que los espacios en otro lado fueran mortíferos. Pasaba la pelota al delantero, al extremo, al mediocampista de al lado. El rival desorganizado, y el equipo de Valderrama con un evidente dominio posicional. Todo en una baldosa de pocos metros.

Y eso era el Valderrama con pelota. Mente sibilina de altivo proceder y místico accionar. Arte en slow motion, mas de rapidez altanera e inalcanzable. Bellísimo y conmovedor. El mundo se detenía cuando el cuero del balón chocaba con el cuero de sus eternas botas negras.

La antesala a todo la magia que acontecía cuando Valderrama, general rockero, avanzaba con su ubicuidad característica, pasó mucho más desapercibida. Su fútbol sin pelota sí era heterogéneo, pues hacía de todo para recibir la pelota. Valderrama fue también maestro en descansar sobre las zonas débiles de la transición defensiva de los equipos que enfrentaba, y por eso siempre reclamó mucho espacio. Ver a Valderrama era un ejercicio divertido ya que, además de lo que generaba con el balón, nunca podías advertir cual era la zona del campo en la que se movía. Lo veías recibir por dentro, bien en la frontal, en el círculo central o al lado del mediocentro. Por fuera, casi a cualquier altura y en cualquiera de las orillas. Con movimientos horizontales, tanto acercándose como alejándose del poseedor, o bien con movimientos diagonales por delante de la línea del balón. Valderrama siempre encontraba un lugar para recepcionar dentro de un contexto que le permitiera moverse con facilidad, incluso muy cerca del área.


Y, aunque obviamente no era un prodigio físico, tenía movimientos absolutamente inimaginables tras el primer contacto visual. Giro rapidísimos para recibir de cara o librarse de la marca, pisadas que evidenciaban un agilidad sorprendente  o bien movimientos de cadera para romper que parecían más propios de un extremo que del colombiano. Sí, todo eso en una baldosa, con pasos cortos que cubrían poco espacio. También es destacable su calidad como equilibrista, resistiendo embestidas, pero nunca perdiendo el balance ni el balón, incluso en el Mundial de Francia 98’ con casi 37 años. 

Hasta ahí el fútbol de ‘El Pibe’. Dominante y desbordante como pocos, tal y como puede atestiguar la selección inglesa de Bobby Robson, que lo sufrió en 1988, en un partido histórico y bellísimo. A Valderrama le faltó determinación más allá de su último pase. Su fobia al área, que un día Segurola describió con excelsitud, su pobre registro goleador y la lesiva falta de velocidad y aceleración en su conducción le privaron de ser un futbolista de mayor impacto en el fútbol mundial. Valderrama fue un ejército de espadachines, el más diestro quizá, en un mundo de tanques, cañones y bombas atómicas.

Su historia a nivel de selecciones es más que conocida, y su paso por el fútbol europeo, en el Montpellier y en el Vallalodid, se corresponde más con un futbolista de culto que con el de un futbolista ganador. Sin embargo, con el regreso al fútbol colombiano obtendría la redención.

Tras un breve capítulo con el Medellín, Valderrama se incorporó a la plantilla del Junior de Barranquilla. Ahí vivió tres años dorados, en los que volvió a ser Rey de América, ganó sus dos únicas ligas y rozó la gloria en la Libertadores 1994. Lideró a su equipo en el torneo hasta las semifinales, las cuáles perdieron por penaltis ante el posterior campeón Vélez Sarsfield. Estuvo a casi nada de grabar su nombre en los anales de la Copa, pero sus brillantes actuaciones se grabaron en la memoria.

“Jugar para ser recordados”, dijo un ya muerto genio brasileño.