miércoles, 15 de junio de 2011

La inocencia perdida

Por kj_vng

En 1958, Argentina acudió a la Copa Mundial de la FIFA de Suecia con la moral por las nubes, atesorando una confianza casi ciega en sus posibilidades. La albiceleste recogía la mejor herencia del fútbol jugado según el método argentino, el balompié a la nuestra. Motivos de orgullo no faltaban, pues los tiempos de La Máquina de River aún estaban frescos en la memoria, y las hazañas de los carasucias seguían grabadas en la retina; el equipo de Sívori, Corbatta, Maschio y compañía había encadenado dos triunfos en la Copa América, venciendo primero la edición de 1955 en Chile, y arrasando en el torneo disputado en Perú dos años después.

Las cosas, no obstante, no funcionaron en el Mundial como se esperaba. La marcha de algunas de sus grandes figuras a países europeos terminó con su asimilación a dichas naciones: Di Stéfano firmó por el Real Madrid y acabó jugando por España; Sívori, Maschio y Angelillo se marcharon a la Serie A y cambiaron la albiceleste argentina por la azzurra italiana. Así, cuando el balón echó a rodar, los resultados no acompañaron a la escuadra dirigida por Guillermo Stábile: Argentina perdió el primer encuentro frente a la República Federal Alemana por 1-3, y aunque venció 3-1 en el segundo partido tras remontar un gol inicial de Irlanda del Norte, nada pudo hacer contra Checoslovaquia y encajó un doloroso 6-1. El equipo fue recibido de forma humillante en su llegada a Buenos Aires, y el técnico – que llevaba en el cargo desde 1941 y, según el historiador Juan Presta, “era un romántico que no sabía nada de tácticas, sólo escogía a los mejores y los ponía a jugar” – fue destituido fulminantemente.

La desgracia argentina en Suecia no sólo provocó una renovación completa de su selección, sino también un notable cambio de mentalidad en su fútbol; de la concepción artística del juego que había representado históricamente el balompié a la nuestra, imperante desde los años treinta, se pasó a adoptar una actitud ultracompetitiva, donde la victoria era un imperativo, el único objetivo auténtico del juego. El contexto sociopolítico, además, era favorable al nuevo estilo; la subida al poder de los generales en junio de 1966 promocionó los valores del trabajo, el esfuerzo y la industriosidad por encima de la genialidad, la calidad técnica o la estética. Y si hubo en Argentina un equipo que encarnó más que nadie los nuevos valores del régimen, ese fue sin duda el Estudiantes La Plata de Osvaldo Zubeldía.

La relación entre ambos empezó en 1965; Zubeldía había colgado las botas cinco años antes en Banfield, tras un breve periplo como entrenador-jugador en el Club Atlético Atlanta. En la pequeña entidad bonaerense, Zubeldía ya había empezado a experimentar con elementos poco comunes en el fútbol argentino de la época: fue pionero en el uso de centrocampistas “stoppers”, desarrolló un avanzado sistema de marcas, empezó a ensayar estrategias en las jugadas a balón parado… y sobretodo, practicó de forma constante el “achique de espacios”, esto es, un agresivo sistema de fuera de juego.

Los buenos resultados cosechados con Atlanta, pues, conducieron al joven técnico al banquillo de Estudiantes. Con menos presión de la que hubiese tenido de haber dirigido alguno de los grandes equipos de la época, Zubeldía pudo trabajar con calma en el club pincha: la leyenda cuenta que, al llegar, vio jugar al primer y al tercer equipo, resolvió que éste último lo hacía mejor, y sustituyó prácticamente toda la plantilla profesional por los jóvenes jugadores de la tercera escuadra. Con esa arriesgada decisión nacía una generación de futbolistas con tanto éxito y capacidad de innovación como mal nombre: pasarían a la historia como la tercera que mata.

El buen ojo de Zubeldía no era en absoluto coincidencia: si algo había hecho el ahora técnico a lo largo de su carrera como futbolista (carrera por lo demás poco notable, jugando como centrocampista en Vélez, Boca y Banfield, y más marcada por la voluntad de comprender del juego que por una técnica reseñable) había sido absorber todo lo que veía a su alrededor. Así, Zubeldía se dio cuenta de que los métodos utilizados en el fútbol argentino estaban totalmente desfasados, y empezó a imitar el comportamiento de las selecciones y los clubes europeos: el nuevo técnico de Estudiantes empezó a programar pretemporadas y concentraciones, estableció una metodología avanzada, primó la disciplina, dio una importancia vital a los entrenamientos y trabajó aspectos físicos y psicológicos que hasta la fecha ni siquiera se consideraban.

La nueva forma de trabajar incluía el control de cuantos más aspectos del juego mejor. Zubeldía comprendió algo que otros técnicos contemporáneos empezaban a aplicar en otros lugares del planeta; que el fútbol era un deporte de espacios más que de individualidades, que dominar las zonas era más importante que tener controlados a los futbolistas contrarios uno por uno. Y así, Estudiantes se convirtió en el primer equipo argentino en utilizar activamente el achique, esto es, el fuera de juego; y también en el primer equipo sudamericano en ir, de forma proactiva y no meramente reactiva como hasta la fecha, a cerrarle el espacio al contrario, a provocar problemas en vez de esperarlos: a presionar, en suma.

Sin embargo, no todo el legado de Estudiantes fue positivo. Su voraz competitividad les llevaba, en muchas ocasiones, a caminar sobre la estrecha línea que separa lo legal de lo ilegal, y la interpretación del reglamento se llevaba constantemente al extremo. Carlos Bilardo, el alumno más aventajado de Zubeldía y la extensión del técnico en el campo, tenía fama de investigar los secretos más oscuros de sus rivales y echárselos en cara durante los partidos para provocarles; hasta se cuenta que los futbolistas de Estudiantes salían al campo con agujas, para pinchar a sus rivales. “Todo mentira”, niega Juan Ramón La Bruja Verón, futbolista de Estudiantes y padre de futbolista de Estudiantes. Sea como fuere, el partido que consagró al equipo pincha en el trono del fútbol fue un buen ejemplo de su doble condición: en la Final de la Copa Intercontinental de 1968, Estudiantes viajó a Old Trafford para defender ante el Manchester United el 1-0 conseguido en la ida. El partido fue bronco hasta el extremo que, en el minuto 42, George Best, el jugador estrella del Manchester, fue expulsado junto con José Medina, el zaguero pincha con quien se había peleado. Estudiantes logró anular al United desde el orden y el trabajo, y firmó un 1-1 que le aseguraba el campeonato.

La herencia del Estudiantes de Zubeldía, pues, dejó un sabor agridulce en el imaginario colectivo argentino. Su metodología deportiva fue calando hasta hacerse dominante en el fútbol del país sudamericano; su aproximación casi maquiavélica al juego fue recogida por Bilardo en el Mundial de 1986, una de las mayores alegrías de la historia de Argentina.



No obstante, si debemos juzgar a Zubeldía, tendremos que considerarle más un excelente “ladrón de ideas”, así como un notable pionero en la difusión de las mismas, que un auténtico innovador: de hecho, preguntado por el origen de las novedades introducidas por Zubeldía, Juan Ramón Verón respondió un indicativo “de algún equipo europeo”. Y es muy probable que ese equipo europeo, directa o indirectamente, guarde alguna relación con un nombre: el de Victor Maslov.

No hay comentarios:

Publicar un comentario